Contaron que aun
cuando nadie la esperaba, por sorpresa los tomó en un buque. Llegó de apuro la
sietemesina, y así vivió su vida. Dicen que antes del año ya corría, y al año y
medio discutía con los peces. De la escuela se escapaba a cada rato, y cada vez
que con locura la buscaban, las maestras la encontraban en la costa, absorta,
obnubilada, perdida en el horizonte ondulante. Así se forjaría a temprana edad
y a paso agigantado, ese amor que no tendría fin.
No era raro verla
por el pueblo yendo hacia la costa. Iba rápido, siempre apurada. Algunos decían
que cuando la marea bajaba, ella corría más, como si temiera quedarse sin su
mar. Ahora sí, cuando llegaba, quedaba inmóvil; una serenidad inconmensurable parecía
poseerla.
La gente decía que
no era raro encontrarla días enteros en la costa. Allí amanecía, cazaba y
comía. Nadaba, disfrutaba y se espaciaba. Tal era su conexión con el mar que
decían que sus ojos cambiaban con él. Oscuros en las tormentas, cristalinos en
la calma, bravos en las trifulcas.
No era muy dada con
la gente. De hecho no se le conoció amigos ni amores. Su compañía decía ella,
era su mar. Ya de grande se hizo un tugurio en la costa, desde donde pudiera
ver como los astros emergían, cada mañana y cada noche, de las entrañas mismas del
abismo acuoso.
Pero llegó un día,
cuando con malicia los jóvenes del pueblo la buscaron. Trataron de hablarle
aunque los esquivó. Hasta que oyó que del mar hablaban y allí atendió. Le
dijeron con cordura elocuente que si se lo proponía podría cruzar el mar
nadando en un día; así podría conocer su mar del otro lado. La broma parecía
divertida, porque nadie creía que fuera a intentarlo.
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