En el frío vidrio
del escritorio se reflejan los rostros en disputa. Seis asientos y un ambiente
que se corta con cuchillo. Un ida y vuelta sinfín y palabras lanzadas a quien
solo escucha sus elucubraciones. El escribiente con mano incendiada y quien dirige
envuelve en palabras la reunión. Construir acuerdos, como adultos, resuena aún.
Metro veinte, metro
treinta, metro diez, y algunos apenas un metro. Flacos, largos, petisos y hasta
algunos regordetes. Rubios, morochos, castaños y hasta algunos colorados.
Tranquilos, silenciosos, bulliciosos y siempre, y más de uno, efervescentes.
Con sonrisa, con guardapolvo, con carcajadas y hasta algún distraído con
chichón. Divertidos, serios, juguetones o hasta algún tristón. Queridos,
amados, mimados y, aunque no se entienda, algunos ignorados o golpeados.
La escuela enseña,
la familia educa, reza la frase empuñada. Disquisiciones lingüísticas sin ton
ni son. Círculos discursivos con falta de corazón. Un relato adulto que pugna
por la razón. Y en el medio, o quizás más hacia el fondo, en un segundo plano, no sujeto a discusión, ellos. Los sin
voz, los sin voto, los sin voluntad, los sin deseos. Los chicles del medio, de
los que se tira, de todos lados, por "su bien".
Qué pasaría si un
día todos, entendiéramos que sin importar su estatura, peso o color; carácter,
temperamento o situación, son niños de
puro corazón. Niños, personas no adultas, no discursivos y hasta en ocasiones faltos de razón. Niños personas, que requieren de nuestro cuidado, cariño y
protección.