viernes, 27 de enero de 2017

SOLO UN CAFÉ

Unos cuadros ya añejos y esas paredes pulcras teñidas por el tiempo. Las pequeñas mesas circulares que dan espacio a la intimidad, y un piano mudo que alimenta la imaginación.

El reloj marca las cinco y, como aquí no somos ingleses, el té se ha vuelto oscuro y los saquitos granos. El molinillo inunda de tanto en tanto las habitaciones, con esa fragancia porteña y arrabalera, que despierta al dormido y acompaña al solitario.

Marcan las cinco y veinte, porque la puntualidad no es lo nuestro, y se da cita en el café la señora con su novela acuesta. Los niños le llaman el cubo perfecto porque sus lados se asemejan a su profundidad. Tardes enteras recorre sus hojas con paciencia milenaria.

Marcan las cinco y veinticinco y, mientras preparan el cortado de Flora, llega Josefo con su nieto. Insiste el pobre en enseñarle al gürí el arte del disfrute diurno. Renegado el desorejado, solo mira como afuera la pelota rueda entre los niños de acá para allá. "Dos cafés con leche" grita, y la puerta se abre otra vez.

Esta vez, ella. Pudorosa y sonrojada, con su vestido a la rodilla y la puntilla que estira. Acomodándose el peinado se sienta en una esquina. El temblequeo de las piernas, a tono del balancín de la mesa, denota como todas las tardes la incomodidad de la espera. Se acerca el mozo, toma la carta y en ella se zambulle. Saben las viejas del fondo que sus padres de esto nada saben.

Entra el muchacho canchero y chabacano, mascando chicle y escupiendo como un chancho. Pobre chica que en su inocencia admira lo prohibido y se propicia el chasco.

Se hacen las siete y se amontona la barra. Cuarenta, cincuenta y algún colgado de setenta, los chicos vuelven a las historias mil veces repetidas y con cortado en mano esperan que el ocaso, en el ventanal, se haga presente.

jueves, 19 de enero de 2017

CRÓNICA DE UNA HISTORIA ANUNCIADA

Un estruendo que desgarra la noche. Las miradas despedazadas, y la nulidad de la gorra para hacer algo, y la impotencia que brota por los poros. Después de la explosión que detuvo el tiempo, de a poco retornan esos sonidos que nunca se fueron. La monótona estridencia de las sirenas, el ladrido de los perros alborotados, y un sollozo mudo que estremece y convulsiona a quien no comprende.

Una pelea, como las de costumbre; un grito, de los que hacen a la melodía familiar; una cachetada, que ya no le llama la atención a nadie. Y las miradas frías, y los tonos altos. Y las palabras airadas y los puños cerrados. Y los muebles atropellados, y el florero comprado la semana pasada que deberá ser repuesto esta semana otra vez.

Y un segundo de descuido, y un acto de desesperación, de auxilio y de conciencia, y un teléfono al que se le presionan tres números de socorro. Y una voz neutra que toma el pedido y acciona el botón. Y la vuelta a escena, y otro grito, y otra cachetada, y la ignorancia de la llamada. Y la hombría mal entendida, y la fuerza que atropella, y el macho que se impone.


En el griterío de la habitación y el crujir de los muebles, la sirena se anuncia. La inteligencia que no falta, los cabos que se unen y la escena que se completa. Despavorido el macho corre, sin saber que sus seis décadas no lo llevaron a sitio similar. Entrado en desesperación se encierra en su Mercedes y ante la mirada atónita de una mujer fuera de sí, que como de costumbre vuelve a correr tras él, se persigna. Toma el caño e introducido en su boca detona el destino.