Un manojo de
carcajadas y alguna lágrima socarrona que se escapa. Trata de explicarme
tentada, mi hermana, esa palabra que apenas puede pronunciar. "Las corvas,
las corvas". "Qué qué?" - pregunto. "Que tu madre dice que
le duelen las corvas". Y explotamos en risa de nuevo, mientras ella y sus
dolores no comparten la carcajada. Se queja mi progenitora, acentuando la
costumbre, y tratando de adoctrinarnos con su palabra.
El obituario
colectivo esconde entre sus anaqueles palabras que el tiempo intenta borrar.
Por costumbre, por desuso o porque otros no las entienden, nos llamamos a la
tiranía de hablar como todos lo hacen, de usar cortas palabras que resumen el
pensamiento popular y dan marco suficiente a las charlas superfluas que rumia
la sociedad.
Una sobre mesa y el
hervor del agua que rellena las tazas desprende un aroma a frutos rojos que
tiñe la escena. La charla discurre lenta y pensativamente; como la costumbre lo
pide y los convidados disfrutan. Sale entonces esa frase que desde entonces guardo
en mi memoria: "es que siempre lo decimos, en realidad los sinónimos no
existen".
Puede el que enuncia
decir que la tristeza, el pesar y la angustia son todas a la vez una misma
cosa. Pero pregúntenle a quien se le anuda la garganta y se le cierra el pecho
sí hablar de tristeza es suficiente. Lo grande, pesado y profundo del dolor no
puede grabarse en un "anda mal". Cada palabra en su semántica,
sonoridad y afectividad, adquieren una función única, irrepetible y necesaria.
Que me traten de colifato por elucubrar cada término, pero no encuentro forma
más fiable de representarme lo que veo.
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