jueves, 28 de abril de 2016

PERDONÁ, Y DEJÁ DE MANDAR FRUTA

Viernes rozando el mediodía y una mañana que se fue en palabras. Fresco, renovado, salgo a comprar los víveres. Llego a la verdulería y cual forastero me doy a la tarea de inspeccionar la zona. Tomo unas bolsas y empiezo la tarea de seleccionar.

Me acerco a una peligrosa torre de zapallitos de tronco, y cual jugador de Jenga comienzo a sacar las piezas, con la mala  (malísima) suerte que la avalancha de hortalizas se viene sobre mí. Unos pocos (suertudos diría yo) quedaron atrapados entre mis manos. Otros, con peor destino, rodaron mostrador abajo. Solo pude cruzar mirada con uno de los empleados, deseando para mis adentros que haya empezado el día con el pie derecho. Con sonrisa cómplice lo miré y vomité: "Disculpá flaco!", mientras sostenía los que trataba que no se cayeran.

Los astros estaban en línea. Me miró y dijo: "Tranquilo, dejá. No hay drama". Se acercó y me ayudó. Rápidamente tomé unos zapallitos y me alejé de la zona de peligro. Ya con mayor cautela descubrí que varias verduras habían sido estratégicamente acomodadas con la misma "lógica".

Una vez con los productos en mano, me dirigí a la caja. La escena se presentaba más o menos así. Masculino de veintitantos años, presunto cajero. Teléfono en el hombro sostenido contra la oreja, birome en mano, trata de anotar en un talonario escurridizo. En simultaneo, hace las veces de "empleado multitasking" pesando las bolsas de una mujer que regatea los precios de las manzanas (con guardaespaldas, metro ochenta, al que identifica como "hijo"). "Que si son redondas, que si son cuadradas", "que si son oscuras, que si son claras", "que si tienen manchas o tienen rayas". Sí, sí, exagero. Pero igual no entiendo. La cola comienza a alargarse. Yo simplemente sonrió. La verdad me entretiene observar  mientras hipotetizo quién será el occiso.

Queriéndole ganar minutos al reloj, el empleado, todavía teléfono en hombro, discute los cinco pesos de diferencia de las manzanas en función del cajón de origen y trata de pesar y asignar valor a otras dos manzanas y tres bananas del siguiente cliente. Mientras intercala de forma discretamente audible un rosario que no transcribiré. La mujer no desiste la rauda batalla por sus cinco pesos. El cajero cae en cuenta que le sumó mal las frutas al nuevo cliente. Le pide el ticket, y este no sabe dónde lo ha puesto. En esa calesita de idas y vueltas, el cajero reparte disculpas a cuanta mirada cruza. Y el que estaba atrás mío comienza a rebuznar con apio en mano (parece que pensaba irse rápido). Yo sigo sonriendo.

Cede con la mujer, le cobra al cliente de las frutas, corta el teléfono y llega su compañero. Pesan lo que llevo, me cobran. El de atrás sigue con respiraciones profundas (creo que está por hiperoxigenarse). Yo solo sonrío. Apio en mano, me lo vuelvo a encontrar en la puerta. Se lo nota apurado, pero cede el paso. Entiendo su prisa y hago seña para que abandone su cordialidad. Sale y atrás yo. Me quedo pensando: "cinco pesos, cinco minutos". "¿No será que esta sociedad inflacionista se nos está yendo un poco de las manos? No sé, son cinco pesos, son cinco minutos".  

martes, 26 de abril de 2016

LA MANO AMIGA

No fue sencillo estar sentado a la vera del camino, viendo la gente pasar. Puertas adentro, estaba esa sensación rara de ser el distinto, el extraño, el que se las buscó y las encontró. Cuando en angustia busqué ayuda, me dijeron los hombres de fe que la ira de Dios había caído sobre mí, y la suerte decía que debía sufrir.

Así los días y los años fueron consumiendo no solo mi alma, sino también mi cuerpo. Las carnes macilentas, el color plomizo y ese rostro siempre desfigurado por el peso del recuerdo. Hasta que un día, un buen día, cuatro locos llenos de esperanza me intentaron convencer de que había en el pueblo uno que sanaba a los que andaban como yo. A decir verdad, no les creí. Pero algo quedó dando vueltas adentro.

Muchas veces pensé en ir, pero de solo pensar que podía indagar, comenzaba a huir. Otra vez contar, no. Otra vez quedar expuesto, no. Otra vez, no. Pero el tiempo fue pasando, y con mi cuerpo ya venido a menos, y mi alma ahogada en penas, le hice caso a esos cuatro. Los llamé con sincera angustia y sin vueltas les pedí que me llevaran. Sonrisa de oreja a oreja, me condujeron al lugar. No es sencillo llevar a cuestas a un lisiado, pero a ellos no les importó.

Llegados a la casa, vimos atestada la situación. Resueltos a no desistir, de una y mil formas, intentaron mis amigos sin éxitos ingresar, pero no había forma de entrar. Y otra vez, esa angustia vieja y repetida me asaltó. Ese pecho cerrado y esa garganta anudada. Esa impotencia y el hastío. Y el sentirme tan cerca, y el pensar que otra vez no será. Pero se me ocurrió una idea loca, y tenía cuatros amigos a tono.

En el interior de la casa, la escena discurría con naturalidad, cuando de pronto los sentados en primera fila sintieron en sus cabezas paja seca, tierra y arcilla caer. Y de pronto la luz del sol, y de pronto cuatro cuerdas, y de pronto un paralítico en medio de la escena. Toqué fondo y lo miré. Mi rostro entristecido, los temores amontonados y una mirada suplicante clavada en su rostro. Pero Aquel que me había convencido mucho antes de entrar, con voz serena me susurró:  "Confía hijo, tus pecados te son perdonados".

 La carga diluida, el perdón inundando el pecho y el gozo coloreando la mirada. Cerré mi boca, y movido por una sencilla alegría no sentí necesidad de pedir nada más. Pero aún había más. Frenando a los que ya no sabían cómo disimular dijo: "Qué es más fácil decir: tus pecados te son perdonados, o decir, levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados: Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa".

domingo, 24 de abril de 2016

MANOS QUE NO REZAN

Los diáfanos ventanales de la pequeña capilla permiten que el sol vespertino dé una tenue calidez a la escena. Tres mujeres se dan sitio a la hora pactada para orar, en ese recinto peculiar del hospital. Previo al acto de encontrarse con su Dios, hacen las veces de rutina, invitándose a la oración. Una de ellas, compungida por el motivo pero sin conocer el arte, es invitada a participar. Se disculpa cordialmente explicando que ella no sabe, que nunca lo ha hecho; que se ha acercado para acompañar. La animan entonces. Le explican con sencillez que podía decir lo que quisiera, como quisiera, como le saliera. Que orar era algo así como hablar.

Rodillas en el suelo, manos entrelazadas, cabeza agacha, buscaron a su Dios. Dieron espacio entonces a aquella que bien no sabía cómo comenzar. Dudo para sus adentros. Se tomó unos segundos antes de pronunciar. Buscó palabras alguna vez escuchadas, trató de recordar alguna frase armada. Sin embargo, retrocedió en sus intenciones y se dio al acto de conversar. Desató sus manos y habló compungida creyendo en ese Dios. Con sinceridad ingenua le contó de su dolor, se explayó en la bondad del sufriente y le habló de sus cuidados por sus pacientes. Desde un solemne respeto y con ademanes enérgicos razonó con su Dios, explicándole que no podía ser tiempo aún. Desnudó su corazón y en cándida devoción le dijo que "se haga tu voluntad" no es una frase que pueda pronunciar. Con dolor honesto se confesó impotente en su dependencia a Dios.  

Cerrando la oración, vino entonces la segunda voz. Mujer de años en la fe que por el rabillo del ojo se había dejado conmover. Con asombro había visto sus manos hablar, y en su sensibilidad se había dejado emocionar. Su sencillez, su candor, su ingenuidad e incluso su humildad, le habían movido a reflexión.

Formuló entonces esas palabras mil veces repetidas, "Padre nuestro", pero esta vez el sonido tuvo otro color. Desembarazada de formas y costumbres se dio a la tarea de abrir su corazón. Allanado el camino por aquel ejemplo enternecedor se permitió hablar de su dolor, y rogó a su Padre intervención. No como aquella que implora misericordia, sino como quien sabe del amor de nuestro Dios. Fue prudente y correcta en sus frases, pero sentida y profunda en sus intenciones. Con modales cautos recordó en oración el amor de su Dios. Le agradeció por su cuidado, y le encomendó a su amigo en aflicción.

Esta situación me la contó quedamente esta última mujer. Me relató con profundo asombro: "Y ella le hablaba con las manos a Dios. No las tenía ni cruzadas, ni unidas. Le hablaba con las manos a Dios!". "Fue conmovedor", me decía, y de algún modo sentí ese candor. Y se quedó pensando mi amiga. Y me quedé pensando también. Nuestras oraciones, tan armadas, tan hechas, tan formales, tan correctas, tan ambiguas y hasta a veces tan rezadas. Y esa oración tan honesta, tan sincera, tan ingenua, y tan confiada. Sí, la dejó pensando. Sí, me dejó pensando. Esa escena, tan espontánea, tan desacartonada, tan diferente; que nos llega, y mucho. 

jueves, 21 de abril de 2016

BUSCO LABURO

Alem 251. Centro de Designaciones Secundaria. Cargo: "Psicóloga". Por primera vez, les voy a decir, me sentí discriminado. Naaa… mentira. Pero la verdad es que no quería perder el tiempo. Mucho menos invertir expectativas que, hasta altura, no sobran. Buscar laburo no es cosa fácil, menos cuando faltan oportunidades y sobran expectativas.

Noventa minutos antes de la hora pautada me acerco al lugar. A decir verdad iba de compras al súper y quedaba de camino (elegante excusa que resta ansiedad a la ecuación). Entro, pregunto y se ríen. "No, no nene. Vos vení, no importa el género". 

Los minutos comienzan a pasar. Los cronometro, no sea cosa que por descuido llegue tarde y pierda el concurso. A la tarde había estado googleando un rato. Averigüé funciones del cargo, y hasta descargué un programa que calcula el sueldo aproximado. Y sí, empecé a soñar. A soñar que haría con el sueldo, cómo festejaría el fin de semana, la alegría de la noticia, el contarle a la vieja, etc, etc, etc. Sí, sí, lo sé. Suelo ir más rápido que la realidad misma.

Falta menos para la hora, así que empiezo a jugar con los minutos. Necesito cocinar, bañarme y llegar 10 minutos antes al concurso para dar una buena impresión. En eso, una llamada. Una voz femenina del otro lado me pregunta si tengo tiempo para contestar unas preguntas por un currículum que envié. Relojeo la hora, y me arriesgo.

La escena va in crescendo. Hablo tranquilo como si me sobrara el tiempo. La cabeza a mil. Empiezo a pensar si podré coordinar ambos laburos. Me pregunta si estaría dispuesto a viajar a otra ciudad para realizar una entrevista personal. Evalúo la posibilidad pensando que puede interferir con el cargo que voy a tomar a las 18.30. Si esto fuera un Rally Dakar, les aseguro que ya rebasé los 300 km/h.    

Termina la llamada. Corro apresurado a darme una ducha. Me cambio, corro al ascensor. Reviso en el espejo algún detalle que se haya escapado. "Debería haberme afeitado" - pienso. "Es por puntaje no por facha" - retruco. Salgo del edificio y a la calle. Llego y dos o tres mujeres me acompañan. 

Me siento. Pierna inquieta, la mente ni les cuento. Espero. Pasan los minutos, empiezan a sumarse  mujeres. No sé si fui el único en entender la consigna, pero eran todas minas. Llega una señora: cartera en mano, pecho en alto, actitud sobradora. Digo: "Listo. Me voy, está vieja tiene todos los puntos". Miro la escena pero ya con ganas de irme. Entiendo entonces que solo acompaña a su hija, que parece tan perdida como yo. Sale la mujer y llama para el cargo. Somos como 10. Entramos a una oficina.

Antes de los cinco minutos estamos todos afuera. Quedo una sola. Sí, sí. Yo estaba afuera preguntando porqué había quedado ella. Le escribo a una amiga, le cuento. Me dice: "y vos que querés? La chancha, los chanchitos y la máquina de hacer chorizos??? Es la primera vez que vas".

Y sí, tiene razón. Es la primera vez que voy. Y sé, tiene razón, quería la chancha, los chanchitos, y bueno… la máquina la podemos negociar.  


martes, 19 de abril de 2016

ESPEJO EN MANO

Una vieja sin dientes barre la vereda descuidadamente. Más que un acto de pulcritud, es un acto asumido donde pretende llenar las horas vacías. Y así, entre idas y vueltas, chusmea la gente que pasa, los vecinos que llegan, los que se van. Hace la suerte de seguridad privada del barrio, pero sin los músculos, ni las armas. Aunque escoba en mano…. bueno nada. Es entonces cuando en medio del barbullo de su amiga de paja, se encuentra con un intrépido que a paso firme avanza con espejo en mano. "Que disparate! Imprudente, insensato, irresponsable!" Y vaya uno a saber cuántos "i" más, reza para sus adentros. Las palabras no le salen, pero los ojos se le salen.

Avanzo, con paso intrépido, espejo en mano. Será acaso que hoy me he dado a la suerte de cuestionar la suerte. Infortunios varios, maldiciones de todo tipo y hasta siete años de mala suerte se han prometido por décadas, siglos y hasta milenios. Dicen algunos que el mito nació cuando un hombre se encontró por primera vez con su reflejo en el agua. Creyó que allí se encontraba algo de él, y temió cuando el oleaje desfiguró su imagen. Otros dicen que los amos a fin de buscar el esmero de sus siervos, les enseñaron que quien rompiera un espejo se vería envuelto en mil maldiciones. Incluso contaron una vez que Napoleón, luego de romperse el cristal del retrato de su amada Josefina, temió por la vida del mensajero que venía hacia él.

Quizás con menos poderío que el pequeño de grandes ínfulas, pero seguramente con más temeridad, me di a la suerte de atravesar la ciudad, los credos populares, y hasta darle cabida a mi escepticismo campante. Vidrio, plata y cobre, no pueden ser los elementos que predispongan, e indispongan, la suerte del hombre, rezo para mis adentros. Sin embargo, siguiendo las instrucciones del vidriero, no le quito los ojos de encima y la mano firme sostiene el vidrio que carga con la suerte del mundo.


Llego al edificio, subo al ascensor. Dejo que mi pequeño espejo salude a sus primos lejanos, y en un juego interminable de reflejos infinitos se entretienen proyectándose unos sobre otros. Finalizada la cofradía, y abierta la puerta, calculo con mesura las distancias y me doy a la tarea de salir del elevador. Tomo la llave, abro la siguiente puerta. La métrica óptica una vez a punto, me permito entrar. Llego al baño, me dispongo a cambiar la posición del nuevo invitado para colocarlo en escena. Todo está medido, revisado, controlado. Ocupa su lugar protagónico y refleja mi sonrisa satisfecha. Me felicito, cual narciso. Pero en mi ánimo de perfección, y embargado por una idea insidiosa, decido cambiar su posición. Hago rotar el cristal, y con premura llega el impacto impensado: la suerte se ha quebrado.  

lunes, 18 de abril de 2016

BAJANDO DE A POCO

Hace veinte días me bajé del cole. Hace nueve días mi mudanza bajó del camión. La casa desordenada, las cajas dando vueltas. La cabeza un quilombo, el corazón ni les cuento.

Siete años y "tener que" salir de tu lugar: del que elegiste, del que construiste, del que hiciste tuyo.

Y llegar. Llegar contándote historias de triunfos que vas a lograr en el nuevo lugar. Llegar diciéndote que el camino está allanado, que el derecho de piso ya lo pagaste (Pd: sí! allá!). Llegar y decirte... decirte tantas cosas. Y ver que los días pasan, y lejos de pasar lo que decís: no pasa nada.

Y acomodar la cabeza. Y arrancar de nuevo. Y pensar y decir. Y decir y pensar. Y otra vez, para atrás. Y otra vez, para adelante. Y eso, dar vueltas en círculo.

Pero... sí, sí. "Pero" entre tantos "y". La conjunción adversativa que da corte a la infinita sucesión de conjunciones copulativas. Pero decido. Decido poner en palabras tanta elucubración. Decido hacer un diario, una crónica, una bitácora del "llegar", "estar" y, quizás (no quiero ser ambicioso), "hacer propio" lo ajeno.

A ese camino me invito y te invito. A recorrer en palabras el día a día de la historia de un arribo.