Rostro enjuto, pelo
anidado. Una pena en el alma te hace entrar gritando. Algunos creen que el
chascarrillo o el golpe del recreo, pero ha sido aquello que no has contado.
Cubres tu cabeza,
tapas tu rostro. Escondes así tus ojos de esa realidad que tanto desprecias. Te
toman, sujetan tu brazo y, con firmeza apática, piden te tranquilices. Que
levante la mano el niño que con un grito se calma! - ironizo en mis entrañas.
Tan pequeño y tan
turbado. Pocos días y demasiados llantos. Así la vida desordenada de quienes no
pensaron en ti, dejan marcas que el tiempo no sabrá borrar.
Me acerco,
reverente. Toco tu espalda. Te llamo por nombre, y cuando me miras,
respetuoso pregunto si el mío quieres conocer. Aceptas, entonces me presento.
Pregunto qué pasó, pero no quieres hablar. Entiendo, entonces te invito a la
rutina de hacer lo debido; los deberes. No es momento, no quieres.
Propongo entonces
ordenar las cuestiones. Guardamos el libro, juntamos las migas. Tomas el
envoltorio abierto, los restos del sacapuntas. Colocamos las hojas en su lugar,
y de a poco el escritorio se vuelve otro.
Insisto, como el deber demanda, y
aceptás. Completamos los renglones, buscamos en el diccionario. Copiamos del
pizarrón y de a poco avanzamos. Pero te vas. Te vas en tus cavilaciones que
poco tienen de niño. Te vas y te pierdo.
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