domingo, 24 de abril de 2016

MANOS QUE NO REZAN

Los diáfanos ventanales de la pequeña capilla permiten que el sol vespertino dé una tenue calidez a la escena. Tres mujeres se dan sitio a la hora pactada para orar, en ese recinto peculiar del hospital. Previo al acto de encontrarse con su Dios, hacen las veces de rutina, invitándose a la oración. Una de ellas, compungida por el motivo pero sin conocer el arte, es invitada a participar. Se disculpa cordialmente explicando que ella no sabe, que nunca lo ha hecho; que se ha acercado para acompañar. La animan entonces. Le explican con sencillez que podía decir lo que quisiera, como quisiera, como le saliera. Que orar era algo así como hablar.

Rodillas en el suelo, manos entrelazadas, cabeza agacha, buscaron a su Dios. Dieron espacio entonces a aquella que bien no sabía cómo comenzar. Dudo para sus adentros. Se tomó unos segundos antes de pronunciar. Buscó palabras alguna vez escuchadas, trató de recordar alguna frase armada. Sin embargo, retrocedió en sus intenciones y se dio al acto de conversar. Desató sus manos y habló compungida creyendo en ese Dios. Con sinceridad ingenua le contó de su dolor, se explayó en la bondad del sufriente y le habló de sus cuidados por sus pacientes. Desde un solemne respeto y con ademanes enérgicos razonó con su Dios, explicándole que no podía ser tiempo aún. Desnudó su corazón y en cándida devoción le dijo que "se haga tu voluntad" no es una frase que pueda pronunciar. Con dolor honesto se confesó impotente en su dependencia a Dios.  

Cerrando la oración, vino entonces la segunda voz. Mujer de años en la fe que por el rabillo del ojo se había dejado conmover. Con asombro había visto sus manos hablar, y en su sensibilidad se había dejado emocionar. Su sencillez, su candor, su ingenuidad e incluso su humildad, le habían movido a reflexión.

Formuló entonces esas palabras mil veces repetidas, "Padre nuestro", pero esta vez el sonido tuvo otro color. Desembarazada de formas y costumbres se dio a la tarea de abrir su corazón. Allanado el camino por aquel ejemplo enternecedor se permitió hablar de su dolor, y rogó a su Padre intervención. No como aquella que implora misericordia, sino como quien sabe del amor de nuestro Dios. Fue prudente y correcta en sus frases, pero sentida y profunda en sus intenciones. Con modales cautos recordó en oración el amor de su Dios. Le agradeció por su cuidado, y le encomendó a su amigo en aflicción.

Esta situación me la contó quedamente esta última mujer. Me relató con profundo asombro: "Y ella le hablaba con las manos a Dios. No las tenía ni cruzadas, ni unidas. Le hablaba con las manos a Dios!". "Fue conmovedor", me decía, y de algún modo sentí ese candor. Y se quedó pensando mi amiga. Y me quedé pensando también. Nuestras oraciones, tan armadas, tan hechas, tan formales, tan correctas, tan ambiguas y hasta a veces tan rezadas. Y esa oración tan honesta, tan sincera, tan ingenua, y tan confiada. Sí, la dejó pensando. Sí, me dejó pensando. Esa escena, tan espontánea, tan desacartonada, tan diferente; que nos llega, y mucho. 

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