Los diáfanos ventanales de la pequeña capilla permiten que el sol vespertino dé una tenue
calidez a la escena. Tres mujeres se dan sitio a la hora pactada para orar, en
ese recinto peculiar del hospital. Previo al acto de encontrarse con su Dios,
hacen las veces de rutina, invitándose a la oración. Una de ellas, compungida
por el motivo pero sin conocer el arte, es invitada a participar. Se disculpa
cordialmente explicando que ella no sabe, que nunca lo ha hecho; que se ha
acercado para acompañar. La animan entonces. Le explican con sencillez que
podía decir lo que quisiera, como quisiera, como le saliera. Que orar era algo
así como hablar.
Rodillas en el
suelo, manos entrelazadas, cabeza agacha, buscaron a su Dios. Dieron espacio
entonces a aquella que bien no sabía cómo comenzar. Dudo para sus adentros. Se
tomó unos segundos antes de pronunciar. Buscó palabras alguna vez escuchadas,
trató de recordar alguna frase armada. Sin embargo, retrocedió en sus
intenciones y se dio al acto de conversar. Desató sus manos y habló compungida
creyendo en ese Dios. Con sinceridad ingenua le contó de su dolor, se explayó
en la bondad del sufriente y le habló de sus cuidados por sus pacientes. Desde
un solemne respeto y con ademanes enérgicos razonó con su Dios, explicándole
que no podía ser tiempo aún. Desnudó su corazón y en cándida devoción le dijo
que "se haga tu voluntad" no es una frase que pueda pronunciar. Con
dolor honesto se confesó impotente en su dependencia a Dios.
Cerrando la oración,
vino entonces la segunda voz. Mujer de años en la fe que por el rabillo del ojo
se había dejado conmover. Con asombro había visto sus manos hablar, y en su
sensibilidad se había dejado emocionar. Su sencillez, su candor, su ingenuidad
e incluso su humildad, le habían movido a reflexión.
Formuló entonces
esas palabras mil veces repetidas, "Padre nuestro", pero esta vez el
sonido tuvo otro color. Desembarazada de formas y costumbres se dio a la tarea
de abrir su corazón. Allanado el camino por aquel ejemplo enternecedor se permitió
hablar de su dolor, y rogó a su Padre intervención. No como aquella que implora
misericordia, sino como quien sabe del amor de nuestro Dios. Fue prudente y
correcta en sus frases, pero sentida y profunda en sus intenciones. Con modales
cautos recordó en oración el amor de su Dios. Le agradeció por su cuidado, y le
encomendó a su amigo en aflicción.
Esta situación me la
contó quedamente esta última mujer. Me relató con profundo asombro: "Y
ella le hablaba con las manos a Dios. No las tenía ni cruzadas, ni unidas. Le hablaba con las manos a Dios!". "Fue conmovedor", me decía, y de algún
modo sentí ese candor. Y se quedó pensando mi amiga. Y me quedé pensando
también. Nuestras oraciones, tan armadas, tan hechas, tan formales, tan
correctas, tan ambiguas y hasta a veces tan rezadas. Y esa oración tan honesta,
tan sincera, tan ingenua, y tan confiada. Sí, la dejó pensando. Sí, me dejó
pensando. Esa escena, tan espontánea, tan desacartonada, tan diferente; que nos
llega, y mucho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario