No fue sencillo
estar sentado a la vera del camino, viendo la gente pasar. Puertas adentro,
estaba esa sensación rara de ser el distinto, el extraño, el que se las buscó y
las encontró. Cuando en angustia busqué ayuda, me dijeron los hombres de fe que
la ira de Dios había caído sobre mí, y la suerte decía que debía sufrir.
Así los días y los
años fueron consumiendo no solo mi alma, sino también mi cuerpo. Las carnes
macilentas, el color plomizo y ese rostro siempre desfigurado por el peso del
recuerdo. Hasta que un día, un buen día, cuatro locos llenos de esperanza me
intentaron convencer de que había en el pueblo uno que sanaba a los que andaban
como yo. A decir verdad, no les creí. Pero algo quedó dando vueltas adentro.
Muchas veces pensé
en ir, pero de solo pensar que podía indagar, comenzaba a huir. Otra vez
contar, no. Otra vez quedar expuesto, no. Otra vez, no. Pero el tiempo fue
pasando, y con mi cuerpo ya venido a menos, y mi alma ahogada en penas, le hice
caso a esos cuatro. Los llamé con sincera angustia y sin vueltas les pedí que
me llevaran. Sonrisa de oreja a oreja, me condujeron al lugar. No es sencillo
llevar a cuestas a un lisiado, pero a ellos no les importó.
Llegados a la casa,
vimos atestada la situación. Resueltos a no desistir, de una y mil formas,
intentaron mis amigos sin éxitos ingresar, pero no había forma de entrar. Y
otra vez, esa angustia vieja y repetida me asaltó. Ese pecho cerrado y esa
garganta anudada. Esa impotencia y el hastío. Y el sentirme tan cerca, y el
pensar que otra vez no será. Pero se me ocurrió una idea loca, y tenía cuatros
amigos a tono.
En el interior de la
casa, la escena discurría con naturalidad, cuando de pronto los sentados en
primera fila sintieron en sus cabezas paja seca, tierra y arcilla caer. Y de
pronto la luz del sol, y de pronto cuatro cuerdas, y de pronto un paralítico en
medio de la escena. Toqué fondo y lo miré. Mi rostro entristecido, los temores
amontonados y una mirada suplicante clavada en su rostro. Pero Aquel que me
había convencido mucho antes de entrar, con voz serena me susurró: "Confía hijo, tus pecados te son
perdonados".
La carga diluida, el perdón inundando el pecho
y el gozo coloreando la mirada. Cerré mi boca, y movido por una sencilla
alegría no sentí necesidad de pedir nada más. Pero aún había más. Frenando a
los que ya no sabían cómo disimular dijo: "Qué es más fácil decir: tus
pecados te son perdonados, o decir, levántate y anda? Pues para que sepáis que
el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados:
Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa".
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