martes, 26 de abril de 2016

LA MANO AMIGA

No fue sencillo estar sentado a la vera del camino, viendo la gente pasar. Puertas adentro, estaba esa sensación rara de ser el distinto, el extraño, el que se las buscó y las encontró. Cuando en angustia busqué ayuda, me dijeron los hombres de fe que la ira de Dios había caído sobre mí, y la suerte decía que debía sufrir.

Así los días y los años fueron consumiendo no solo mi alma, sino también mi cuerpo. Las carnes macilentas, el color plomizo y ese rostro siempre desfigurado por el peso del recuerdo. Hasta que un día, un buen día, cuatro locos llenos de esperanza me intentaron convencer de que había en el pueblo uno que sanaba a los que andaban como yo. A decir verdad, no les creí. Pero algo quedó dando vueltas adentro.

Muchas veces pensé en ir, pero de solo pensar que podía indagar, comenzaba a huir. Otra vez contar, no. Otra vez quedar expuesto, no. Otra vez, no. Pero el tiempo fue pasando, y con mi cuerpo ya venido a menos, y mi alma ahogada en penas, le hice caso a esos cuatro. Los llamé con sincera angustia y sin vueltas les pedí que me llevaran. Sonrisa de oreja a oreja, me condujeron al lugar. No es sencillo llevar a cuestas a un lisiado, pero a ellos no les importó.

Llegados a la casa, vimos atestada la situación. Resueltos a no desistir, de una y mil formas, intentaron mis amigos sin éxitos ingresar, pero no había forma de entrar. Y otra vez, esa angustia vieja y repetida me asaltó. Ese pecho cerrado y esa garganta anudada. Esa impotencia y el hastío. Y el sentirme tan cerca, y el pensar que otra vez no será. Pero se me ocurrió una idea loca, y tenía cuatros amigos a tono.

En el interior de la casa, la escena discurría con naturalidad, cuando de pronto los sentados en primera fila sintieron en sus cabezas paja seca, tierra y arcilla caer. Y de pronto la luz del sol, y de pronto cuatro cuerdas, y de pronto un paralítico en medio de la escena. Toqué fondo y lo miré. Mi rostro entristecido, los temores amontonados y una mirada suplicante clavada en su rostro. Pero Aquel que me había convencido mucho antes de entrar, con voz serena me susurró:  "Confía hijo, tus pecados te son perdonados".

 La carga diluida, el perdón inundando el pecho y el gozo coloreando la mirada. Cerré mi boca, y movido por una sencilla alegría no sentí necesidad de pedir nada más. Pero aún había más. Frenando a los que ya no sabían cómo disimular dijo: "Qué es más fácil decir: tus pecados te son perdonados, o decir, levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra de perdonar los pecados: Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa".

No hay comentarios:

Publicar un comentario