martes, 19 de abril de 2016

ESPEJO EN MANO

Una vieja sin dientes barre la vereda descuidadamente. Más que un acto de pulcritud, es un acto asumido donde pretende llenar las horas vacías. Y así, entre idas y vueltas, chusmea la gente que pasa, los vecinos que llegan, los que se van. Hace la suerte de seguridad privada del barrio, pero sin los músculos, ni las armas. Aunque escoba en mano…. bueno nada. Es entonces cuando en medio del barbullo de su amiga de paja, se encuentra con un intrépido que a paso firme avanza con espejo en mano. "Que disparate! Imprudente, insensato, irresponsable!" Y vaya uno a saber cuántos "i" más, reza para sus adentros. Las palabras no le salen, pero los ojos se le salen.

Avanzo, con paso intrépido, espejo en mano. Será acaso que hoy me he dado a la suerte de cuestionar la suerte. Infortunios varios, maldiciones de todo tipo y hasta siete años de mala suerte se han prometido por décadas, siglos y hasta milenios. Dicen algunos que el mito nació cuando un hombre se encontró por primera vez con su reflejo en el agua. Creyó que allí se encontraba algo de él, y temió cuando el oleaje desfiguró su imagen. Otros dicen que los amos a fin de buscar el esmero de sus siervos, les enseñaron que quien rompiera un espejo se vería envuelto en mil maldiciones. Incluso contaron una vez que Napoleón, luego de romperse el cristal del retrato de su amada Josefina, temió por la vida del mensajero que venía hacia él.

Quizás con menos poderío que el pequeño de grandes ínfulas, pero seguramente con más temeridad, me di a la suerte de atravesar la ciudad, los credos populares, y hasta darle cabida a mi escepticismo campante. Vidrio, plata y cobre, no pueden ser los elementos que predispongan, e indispongan, la suerte del hombre, rezo para mis adentros. Sin embargo, siguiendo las instrucciones del vidriero, no le quito los ojos de encima y la mano firme sostiene el vidrio que carga con la suerte del mundo.


Llego al edificio, subo al ascensor. Dejo que mi pequeño espejo salude a sus primos lejanos, y en un juego interminable de reflejos infinitos se entretienen proyectándose unos sobre otros. Finalizada la cofradía, y abierta la puerta, calculo con mesura las distancias y me doy a la tarea de salir del elevador. Tomo la llave, abro la siguiente puerta. La métrica óptica una vez a punto, me permito entrar. Llego al baño, me dispongo a cambiar la posición del nuevo invitado para colocarlo en escena. Todo está medido, revisado, controlado. Ocupa su lugar protagónico y refleja mi sonrisa satisfecha. Me felicito, cual narciso. Pero en mi ánimo de perfección, y embargado por una idea insidiosa, decido cambiar su posición. Hago rotar el cristal, y con premura llega el impacto impensado: la suerte se ha quebrado.  

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