Una vieja sin
dientes barre la vereda descuidadamente. Más que un acto de pulcritud, es un
acto asumido donde pretende llenar las horas vacías. Y así, entre idas y
vueltas, chusmea la gente que pasa, los vecinos que llegan, los que se van.
Hace la suerte de seguridad privada del barrio, pero sin los músculos, ni las
armas. Aunque escoba en mano…. bueno nada. Es entonces cuando en medio del
barbullo de su amiga de paja, se encuentra con un intrépido que a paso firme
avanza con espejo en mano. "Que disparate! Imprudente, insensato,
irresponsable!" Y vaya uno a saber cuántos "i" más, reza para
sus adentros. Las palabras no le salen, pero los ojos se le salen.
Avanzo, con paso
intrépido, espejo en mano. Será acaso que hoy me he dado a la suerte de
cuestionar la suerte. Infortunios varios, maldiciones de todo tipo y hasta
siete años de mala suerte se han prometido por décadas, siglos y hasta
milenios. Dicen algunos que el mito nació cuando un hombre se encontró por
primera vez con su reflejo en el agua. Creyó que allí se encontraba algo de él,
y temió cuando el oleaje desfiguró su imagen. Otros dicen que los amos a fin de
buscar el esmero de sus siervos, les enseñaron que quien rompiera un espejo se
vería envuelto en mil maldiciones. Incluso contaron una vez que Napoleón, luego
de romperse el cristal del retrato de su amada Josefina, temió por la vida del
mensajero que venía hacia él.
Quizás con menos
poderío que el pequeño de grandes ínfulas, pero seguramente con más temeridad,
me di a la suerte de atravesar la ciudad, los credos populares, y hasta darle
cabida a mi escepticismo campante. Vidrio, plata y cobre, no pueden ser los
elementos que predispongan, e indispongan, la suerte del hombre, rezo para mis
adentros. Sin embargo, siguiendo las instrucciones del vidriero, no le quito
los ojos de encima y la mano firme sostiene el vidrio que carga con la suerte
del mundo.
Llego al edificio,
subo al ascensor. Dejo que mi pequeño espejo salude a sus primos lejanos, y en
un juego interminable de reflejos infinitos se entretienen proyectándose unos
sobre otros. Finalizada la cofradía, y abierta la puerta, calculo con mesura las
distancias y me doy a la tarea de salir del elevador. Tomo la llave, abro la
siguiente puerta. La métrica óptica una vez a punto, me permito entrar. Llego
al baño, me dispongo a cambiar la posición del nuevo invitado para colocarlo en
escena. Todo está medido, revisado, controlado. Ocupa su lugar protagónico y
refleja mi sonrisa satisfecha. Me felicito, cual narciso. Pero en mi ánimo de
perfección, y embargado por una idea insidiosa, decido cambiar su posición.
Hago rotar el cristal, y con premura llega el impacto impensado: la suerte se
ha quebrado.
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