La casa de Madrina
Margarita era linda. Si bien era la madrina de una sola de los hermanos, era
como la madrina de todos. Les encantaba ese pedacito de cielo. Los pisos de
ladrillo y sus rendijas por donde barrer, cortaban la costumbre ya hecha del
piso de tierra barrido con escoba de paja. "El juego de sillones! El juego
de sillones…", recuerda sonriente, cosa que sus ojos no habían visto, ni
sus oídos oído, ni había subido en sus pequeños corazones de niño. Madrina
Margarita los cuidaba con esmero y, porque eran de tela, los cubría con una
funda.
Aunque a decir
verdad, la casa de Madrina Margarita también tenía sus cosas. Fue en casa de
Madrina Margarita donde la picaron las vinchucas. Sería quizás porque estás
vivían en el techo de paja, cosa que no era rara, aunque si sus alimañas.
Cuestión es que, más allá de los bichos maliciosos, aprendió que no todos las
vinchucas te pegan el mal de chagas.
Pero Madrina
Margarita no solo cuidaba los sillones, también los cuidaba a ellos. Para
alimentarles las mañas les hacía panqueques para chuparse los dedos. Y me
cuenta, me dice con nostalgia y hasta con alguna lágrima: "Una vez,
Madrina Margarita nos hizo panqueques, y yo me comí uno hasta la mitad. Y con
la otra mitad crucé el campo y las calles vecinales. Me lo llevé a casa, porque
le quería convidar a mamá."
"Ella siempre
nos dijo que teníamos que compartir, y yo lo quería compartir con ella";
me dice con los ojos vidriosos. "Por eso les digo que tienen que
compartir, incluso cuando no está el otro", me dice mamá, mientras me
comparte una de esas historias que son para chuparse los dedos. Historias de
esas, que como pocas, te alimentan el alma.
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