Un estruendo que
desgarra la noche. Las miradas despedazadas, y la nulidad de la gorra para
hacer algo, y la impotencia que brota por los poros. Después de la explosión
que detuvo el tiempo, de a poco retornan esos sonidos que nunca se fueron. La
monótona estridencia de las sirenas, el ladrido de los perros alborotados, y un
sollozo mudo que estremece y convulsiona a quien no comprende.
Una pelea, como las
de costumbre; un grito, de los que hacen a la melodía familiar; una cachetada,
que ya no le llama la atención a nadie. Y las miradas frías, y los tonos altos.
Y las palabras airadas y los puños cerrados. Y los muebles atropellados, y el
florero comprado la semana pasada que deberá ser repuesto esta semana otra vez.
Y un segundo de
descuido, y un acto de desesperación, de auxilio y de conciencia, y un teléfono
al que se le presionan tres números de socorro. Y una voz neutra que toma el
pedido y acciona el botón. Y la vuelta a escena, y otro grito, y otra cachetada,
y la ignorancia de la llamada. Y la hombría mal entendida, y la fuerza que
atropella, y el macho que se impone.
En el griterío de la
habitación y el crujir de los muebles, la sirena se anuncia. La inteligencia
que no falta, los cabos que se unen y la escena que se completa. Despavorido el
macho corre, sin saber que sus seis décadas no lo llevaron a sitio similar.
Entrado en desesperación se encierra en su Mercedes y ante la mirada atónita de una
mujer fuera de sí, que como de costumbre vuelve a correr tras él, se persigna.
Toma el caño e introducido en su boca detona el destino.
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