La casa añosa, lo recovecos conocidos, los pasillos transitados, y esas habitaciones donde se lo esconde todo. Pasa que el tiempo acentúa los pasos ya andados, y da la sensación que hay huellas que no se borran. Los caminos de la cama al comedor, del vestíbulo al patio interno, de la biblioteca a la sala de estar, están ya dados; surcados podría decir. Estipulados con estrategia meticulosa a fin de evitar choques inesperados, no sea cosa que… justo a esta altura… el horno ya no está como para.
En el silencio sepulcral, un grifo se abre y un chorro de agua fría acentúa los tintes grises de la escena. Desde el reflejo que devuelve un botiquín con lustroso espejo, dos ojos miran sin querer a su derecha. El chancleteo indica que hay que ir abandonando el recinto. Huir por las tostadas quemadas y el café hirviendo, dar un pequeño paso por la biblioteca y destrabar el último ejemplar, para refugiarse bajo las sombras del patio interior.
Rostro enjuto, ojeras marcadas. Pasos arrastrados y una figura encorvada. Llegar al lavado y rumiar las costumbres. El jabón ensopado, los restos de la afeitada. Algo que se revuelve en el estómago, y ese "qué sentido tiene" que lo mata todo. Toma el peine de la abuela, y desenreda con solemnidad los rizos blondos que la herencia le ha sabido dejar. Escucha la madera añeja de la biblioteca que cruje cuando con fuerza se saca un libro puesto a presión, y entiende que la cocina está libre.
El sol del mediodía raja las piedras, y hace al anciano entrar al hogar. El plato de lentejas humeantes en la mesa, y esa anacronismo gastronómico que se pronuncia como una provocación, "pero para qué" reza para sus adentros. Levanta ambos platos, como la caballerosidad demanda, y prende la cafetera por el segundo brebaje del día. Ella acepta no por deseo sino por castigo, "para que haga algo".
Y viene entonces las miradas mudas, el respirar profundo, el diario que quita la incomodidad del silencio y el revisar los fúnebres que recuerdan la esperanza de que un día todo esto se termine. "Murió la chola" dice él. Levanta las cejas con cernida congoja ella.
Y fue automático, no sé si ese día se habrán alineado los astros, si el hastío colmó el vaso, o si el equilibrio tácito del silencio se quebró por exceso de mesuras. Y tan podridos de todo, de todos, de las rutinas y costumbres, de él y de ella, de sí mismos y de esa vida sin sobresaltos, sin colores ni sorpresas, decidieron gritarse a dos voces el sin razón. Y se gritaron como nunca, porque no querían callar como siempre. Y las palabras brotaron a borbotones, manchando el mantel, cortando el diario y hasta enfriando el café.
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