Bastó un segundo
para matar años. Bastó un minuto para ver el desparramo. No alcanzó un día,
para juntar las ramas, ni un mes para las hojas. El desgano, el hastío y esa
angustia en la garganta, que no te deja avanzar en lo sabido. No es fácil ante
el golpe seguir hacia adelante.
Ingrata es la
imaginación, y el recuerdo ni les cuento. Mirar el tronco y que los ojos
completen la imagen muerta. La impugnación del olvido, la resistencia de la
memoria, esa es la negación con la que se vive los primeros días. Mirar con el
desgano de un futuro trunco, mocho. Mirarse en el viejo árbol, y pelearse con
el destino. Pensar mil veces lo que pudo ser, y no ha sido. Tragarse las
lágrimas del árbol que no llora, y morderse las rabias del padre arrebatado. No
fue fácil el verano donde vi al árbol caído.
Es que el árbol y el
viejo, y el destino encaprichado, todo se fue en un mismo momento. El tronco
trunco, como la familia. Y el miedo a lo incierto y el descontrol en el
bolillero de la vida. Y ese piso que se mueve y esas raíces que no alcanzan. Y
la gente que se amontona cuando uno no llega a sentir que duele, y de pronto se
aleja cuando empieza a doler en serio. Las hojas secas desparramadas que el
viento lleva y trae a su antojo, y los recuerdos revueltos, arremolinados, que
con cada tormenta nos sacuden.
El árbol, el viejo y
el destino, y un sinfín de imágenes donde me pierdo y confundo. Pero el tiempo
pasa, y aunque no se define lo desdibujado, si se asienta lo arremolinado. El
árbol, el viejo, el destino y la vida, que cada otoño y cada invierno pronuncian
la muerte que antecede a la vida, y en esa primavera que nunca falta, retoña lo
menos esperado.
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