Mis pasos, sin
quererlo, me llevan a una habitación gélida. Sabiéndome dentro del recinto, un
suspiro profundo se me escapa. Vidrios esmerilados, anchos y de gran altura
hacen las veces de paredes que limitan el espacio. En el centro una luz tenue
que da un tono de nostalgia a la escena. En los rincones la oscuridad que se
escabulle.
Camino, como quien
conoce el recorrido. Se amontonan en sus paredes cuadros de diversas formas,
tamaños y colores. Son recortes del pasado. Impresiones vivas de un tiempo que
ya no es, pero que insiste en emerger. La tristeza y la rabia, el consuelo y la
paz, la negación y el silencio resignado. Uno a uno, situaciones, olores,
sonidos, palabras, abrazos, llantos e incluso sonrisas.
Recorro quedamente,
y observo. Observo que algunos están como apagándose, desdibujados por el
tiempo y sus andares. Otros los siento vivos, casi frescos podría decir. Pero
trato de no quedarme en ninguno, aunque todos movilizan algo en mí.
Siempre me pasa lo
mismo. Terminado el recorrido me siento en un banco que aparece en medio de la
escena. Mis piernas ligeramente abiertas y el cuerpo recostado sobre ellas. Los
codos se traban en las rodillas y con las manos sostengo mi cabeza. Llegado el
momento, más por costumbre que por deseo, emerge la pregunta de siempre:
"¿Por qué?" Levanto de nuevo el rostro y con un giro lento me permito
observar los cuadros nuevamente. Pienso para mis adentros: "la vida es eso
que pasa mientras tratamos de explicarla".
Me inclino una vez
más y descanso en mis manos. Cobro fuerzas y decido salir de la habitación.
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