Ir al mercado es
toda una travesía. Chiquito y mugroso, pero se ve… de lo que ya no hay. Basta
con cruzar la puerta para encontrarse con el dueño. Sonrisa socarrona,
calculadora en mano. Eso sí, no respires de más porque el viejo te lo cobra.
Cuestión que uno tiene que ser, más que rápido, ligero. Pasa que el viejo es
malo para la memoria, pero si te juna estás en el horno. En 15 segundos te
calcula todas las deudas y terminás dejando hasta las medias.
Saludo entrecortado,
y me escabullo. Aprovecho que el ponja de la esquina se acerca a la caja, y veo
como el viejo empieza a rebuznar. Se viene una tertulia de como media hora. Los protagonistas: el viejo, que para los idiomas es corto como patada de chancho; el ponja, que castellano
no habla, pero las avivadas se las sabe todas; y la vieja del bingo, que
aunque mucho madruga parece que no consigue ayuda. No sé si será cosa de los
astros, pero cada vez que encuentra un ratito para escaparse del negocio
termina coincidiendo con el oriental.
Ya entre las
góndolas me choco con el gurí del frente. Flaco como piojo de peluca, el guacho.
Ahora sí, la vez que lo invité a comer a casa comía como lima nueva el
desgraciado. Cada vez que lo veo me da bronca, la atorranta de la madre no le
da ni la hora, pero padres ambulatorios sobran.
Sigo y más al fondo
me encuentro con el flaco de la vuelta. Ese, el de la casa de las pintadas.
Raro como perro verde. Siempre peleado con el peine, abrigado por demás, y con
cara de recién levantado. Ahora, entre nos, cada vez que me lo encuentro en la caja,
veo que traspira como testigo falso, no tanto por el abrigo como por los
chocolates que se encanuta. No sé pa´ que roba, si se le nota en la cara al muy
gil.
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