Molesto, triste,
confundido. Malhumorado, embrollado, revuelto. Aunque ninguna de ellas termina
de ser la adecuada. Lavo las redes, mientras el día aclara, y sigo buscando la
palabra que se me escapa. Descorazonado, sí, descorazonado; esa es la palabra.
El bullicio de las
aves, y el gentío que se acerca, de algún modo cortan el silencio enlutado de
las barcas silenciosas. El Maestro enseña y la gente se amontona. Hoy no hay
ganas suficiente para escucharlo; continuo con las redes. Se acerca cauteloso,
y como quien no fuera dueño de nada, el Señor de los Mares me pide mi barca. Se
sienta en ella, la alejo un poco de la costa, y en primera fila escucho como
enseña a la gente.
Descorazonado uno
escucha menos. Descorazonado uno entiende menos. Descorazonado uno quiere
menos. Pero el Señor no se impacienta, solo aguarda el momento justo. Viéndome
inmerso en mis elucubraciones, pide: "Boga mar adentro, y echad vuestras
redes para pescar". Descorazonado, sí. Esa es la palabra.
Lo miro, y no le
entiendo. Lo miro, y esas horas extenuantes de lucha contra el mar se amontonan
en mis brazos. Lo miro, y los embates mentales una vez más recrudecen. "Las redes, el mar, y la noche… durante
el día?". "Si Rabbí - pienso para mis adentros - creo en vos, pero si
Juan el Bautista… si la gente de Judea… si los rabinos y sacerdotes…. qué nos
asegura que…". El absurdo de la empresa presente y futura, lo desesperado
del momento y de los tiempos venideros, la incertidumbre y las ansiedades.
Todo. Todo se amontona en mi rostro enjuto, y replico: "Maestro, toda la
noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado…". Un silencio. Una
pausa donde la eternidad se juega en un instante, y concluyo la frase: "más
en tu palabra echaré la red".
Y una vez más,
remar. Y una vez más, ir hacia lo incierto. Y una vez más, descorazonado. Y
tirar las redes incrédulas, y no esperar
lo impensado, y tomar las cuerdas como quien no quiere la cosa, y darse cuenta
de que todo se ha ido de las manos. Y de pronto, de pronto, súbitamente el
estupor. El breve estupor de quien tiene en sus manos el peso de lo deseado. La
sensación de estar ante quien lo cotidiano queda desarticulado. La convicción
de la protección en el desamparo. Y la seguridad, la seguridad de estar ante al
Señor de las Redes.
"Apártate de
mí, Señor, porque soy hombre pecador", replico mientras en el suelo con
ahínco me aferro a sus pies. Con voz segura, y cálida a la vez, susurra:
"No temas, desde ahora pescarás hombres".
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